Después de todo hemos acabado en un punto intermedio que no tiene que ver con el de partida ni radica en el mismo sitio que el final que yo esperaba. Es de esos en los que es peligroso mirarnos a los ojos más de dos segundos sin que nos asalte la duda y me acabe remordiendo la conciencia todo lo voluble que podría haber llegado a ser. Una especie de juego en la que ni yo te voy a dejar llegar, ni tú me vas a dejar marcharme; como necios, bobos que han disparado antes de tiempo la que parecía ser su última bala. A mí no me gusta que me bailen el agua ni a ti que te la escupan y así hemos funcionado siempre: esquivándonos, siendo lo menos precisos posibles y escondiéndonos tras las últimas caladas de los cigarros que esconden un «luego te veo».

Cómo puedo llegar a odiar que me hagas necesitarte para luego impulsarme a salir corriendo lejos de ti, donde no puedas tocarme lo suficiente como para que duela. Donde no tenga que tragarme la rabia que me da todo, ni gritar demasiado alto para no escuchar nada de lo que dices.

Al final acabo sin saber qué es más duro: si luchar contra ti o contra mi misma. 

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«Creo que voy a empezar a romperme»